Semanario de urgencias


(17-12-2019)


A falta de una buena revolución



A ver si alguna vez
Nos agrupamos realmente todos
Y nos ponemos firmes
Como gallinas que defienden sus pollos.

Nicanor Parra



Me preocupa sobremanera que hayamos dejado de creer en las revoluciones. Y no me refiero a las que, en ocasiones, equivocadamente, según mi criterio, hemos llamado revoluciones: “la revolución neolítica”, a la que podemos atribuir el terrible hallazgo de la propiedad privada que nos segregó para siempre en ricos y pobres; “la revolución industrial”, que cambió definitivamente y para mal nuestro modo de producción y consumo, dejando atrás, sin pudor alguno, los restos de aquella sabia economía de subsistencia de siglos precedentes en pro del capitalismo brutal que ahora nos está matando; “la revolución francesa”, que, sin reservas, catapultó a la alta burguesía hacia el poder económico y político ilimitado, hoy representado por un grupo minoritario de cantamañanas abusivos que están convirtiendo nuestro hogar, la Tierra, en un estercolero.
Sí, ya sé que todas ésas han sido definidas por la Historia, la Antropología, las Ciencias Económicas y Sociales (así con mayúscula, para que parezcan palabras mayores) como revoluciones, pero yo, por esta vez y sin que sirva de precedente, me voy a quedar con la tercera definición que ofrece el diccionario de la RAE (déjenme decirles que soy un poco, o bastante, anti-RAE), porque es la única capaz de erizarme la piel, porque creo en ella y porque está extraordinariamente vigente: “Levantamiento o sublevación popular”… No puede ser más bonita… Cuatro palabras bastan para definir la voluntad poderosa de las clases dominadas…, porque la revolución la hacemos los y las pobres, las y los desheredados, los y las que no tenemos otra cosa que perder más que la propia vida, ni más ni menos que la vida; las clases sociales que, hastiadas de doblar siempre la testuz, nos alzamos contra la injusticia del imperio, del poder hegemónico que busca ejercer el control más absoluto sobre todo lo que se mueva y lo que no se mueva también, a fin de perpetuar el sistema capitalista que conviene a esos pocos explotadores que manejan los hilos del mundo, no sólo de quienes estamos sometidos ante la necesidad básica de comer todos los días y de tener un techo bajo el que cobijarnos a duras penas, sino también de quienes creen estar arriba y están tan maniatados o más que cualquiera, como es el caso de los dirigentes políticos o de los altos ejecutivos que tienen un número considerable de personas a su cargo, y ni siquiera se percatan de que están siendo manipulados como marionetas en guiñol por quienes de verdad deciden el acontecer político, económico y social.
Una prueba clara y objetiva del mencionado ejercicio de dominación lo hemos podido observar, a últimas fechas, en la pasada COP25 que ha resultado ser el vislumbrado fracaso que ya anticipábamos a juzgar por las veinticuatro COPs precedentes, ni siquiera hacía falta ser un lince para esperar lo peor. En el fondo, estos desafortunados encuentros pro-climáticos de naciones no son de naciones, ni de dirigentes políticos, ni de organizaciones sociales, ni de ciudadanos y ciudadanas. Son el necesario espectáculo mediático que precisan los dueños de las grandes fortunas del mundo empresarial para convencernos a todos y todas las demás de que estamos tomando partido en el destino planetario que nos espera y, más que eso, para responsabilizarnos de lo que ellos y nadie más que ellos provocan, porque nuestro consumo desenfrenado no se hace solo, se necesita todo un sistema de producción detrás, del cual únicamente ellos se benefician.
Para hablar sobre la crisis climática, el cambio climático, la emergencia climática, el colapso climático o, si quieren, puesta a alburear, el climaterio, como me gusta pensarlo con algo de humor (resultan increíbles las discusiones bizantinas acerca del nombre que le pondremos a la niña, como si al nombrarla de un modo o de otro nos estuviéramos aproximando más a la comprensión del problema, cuando estamos más perdidos que una hormiga en la tundra de Alaska), o para dilucidar que tenemos un conflicto serio con el aumento de la temperatura en el planeta Tierra, no es preciso convocar a nadie. Quienes ostentan el poder económico no necesitan, en absoluto, consultar al resto del mundo cómo destruir o dejar de destruir aquello que creen que les pertenece: territorios, océanos, bosques, atmósfera, seres vivos humanos o no humanos. El sentido de la propiedad privada, en su máxima expresión, es sentirse dueño de la vida en su totalidad, sin excepciones.
Y así sucede que nos quedamos tristemente sorprendidos y contrariadas cuando los resultados de una ansiada cumbre climática, supuestamente planteada para tratar de resolver lo que las evidencias científicas llevan décadas advirtiendo, se reduce a cero, a polvo, a nada, porque ni los políticos que asisten a ella, ni las organizaciones sociales, ni los ciudadanos y ciudadanas han podido generar ningún cambio significativo que permita albergar esperanzas acerca de lo que, sin lugar a dudas, se nos echa encima, que viene a ser como la caída de un gran meteorito que lo destruye todo pero a cámara relativamente lenta.
No me detendré a explicar en qué consiste el desastre, han corrido suficientes ríos de tinta al respecto y quien quiera puede acercarse a fuentes acreditadas y sólidas que les contarán acerca del problema mucho mejor de lo que lo haría yo, que también he tenido que acudir a esas fuentes para estar al corriente. Pero sí quiero retomar la afirmación que lancé al comienzo: “me preocupa sobremanera que hayamos dejado de creer en las revoluciones”.
Y me preocupa, francamente, porque todas y todos estamos en el mismo barco a la deriva. Lo único que puede sacarnos de este desaguisado climático (ya se me ocurrió otro maldito nombre para el climaterio) es la rebelión contra la injusticia (precedente necesario de toda revolución) que supone tener que tragarnos el marrón la inmensa mayoría porque a una escasísima élite, desaprensiva y malvada, se le haya ocurrido pensar que es dueña de la vida, en toda la dimensión imaginable y que puede hacer lo que le venga en gana con los limitados recursos del planeta, con nuestra existencia y con la del resto de los seres vivientes.
La ambición, que es mala consejera, se torna desmedida en lo que a la acumulación de riqueza se refiere, a fin de lograr el control absoluto sobre el 99% de la población mundial, puesto que el 1% enriquecido restante posee tanto capital como ese 99%. Son todos aquéllos que creen estar por encima del bien y del mal y no pueden ser contenidos de ningún modo más que por la unión, que hace la fuerza, de quienes, siendo muchos más en número, nos hemos creído menos en autoridad y en capacidad para cambiar el rumbo de las cosas.
Pensaba en estos días en Espartaco, a colación del recién celebrado cumpleaños, número 103, del actor Kirk Douglas que fue rostro y voz del personaje histórico en el archiconocido film. Y lo pensaba porque es una metáfora extraordinaria de lo que podemos ser frente a ese poder desorbitado de unos cuantos que nos ha convertido en verdaderos esclavos y esclavas, al servicio de las leyes de mercado, de la oferta y la demanda, y del consumo desmedido e innecesario al que nos conduce el sistema capitalista para su propia supervivencia (es decir, esos hombres con nombre y apellido que son dueños de las grandes fortunas, multinacionales, holdings empresariales, nada de entelequias), con un desprecio absoluto hacia la supervivencia de los demás seres con los que coexisten de lejos.
Por si en este punto de la disertación ya estuviéramos sumidos y sumidas en un nudo gutural por efecto de la constatación de nuestra cruda realidad, puedo alegar en descargo que esa situación de esclavitud no es irreversible, y hoy menos que nunca, pues somos los seres humanos con más conocimientos y mejor formados de la historia de la humanidad, sólo tenemos que aprender a sacar partido a tal condición. ¿Cómo? Haciendo uso y creyendo sin soslayo en una palabra que no es mágica en sí misma, porque requiere de tesón y esfuerzo para llevarla a cabo, pero que sí puede llegar a obrar prodigios con nuestra realidad presente: DECRECIMIENTO (bonita, ¿verdad?). Esa palabra que nadie se atreve a pronunciar en voz alta y sólo en susurro han probado a decirla algunos científicos, sociólogos, economistas, ecologistas y alguno que otro ciudadano o ciudadana cualesquiera que se han percatado de que no hay otra salida, esa palabra es la que importa. Lo cierto es que hablar de decrecimiento (ahora escrito así, en pequeñito, ¡shhhh!) parece no ser recomendable para el candidato o candidata política, asusta a los consumidores (qué palabra tan fea para referirnos a los animales humanos, perdón) porque imaginan un empobrecimiento que es cierto, por otra parte, en tanto que se trata de vivir con menos, lo cual no significa peor (¡ojo!, peor que este chiringuito que nos han montado y que nos está llevando al colapso es difícil imaginar algo), y pone a parir chayotes a los economistas que, en su mayoría, no pueden imaginar la involución de los mercados, es decir, no creen que el cangrejo realmente pueda caminar hacia atrás y logre llegar a alguna parte.
Habrá que convencerlos de que es verdad, de que es posible y, sobre todo, necesario cambiar la producción desmadrada de objetos inútiles y de alimentos no susceptibles de ser consumidos (un escandaloso 30% se va a la basura en los países ricos), de que vuelvan la vista tan solo unas décadas en retrospectiva y descubran que nuestras madres o abuelas tuvieron una infancia y juventud sin plásticos (¡qué barbaridad!, me pregunto cómo pudieron sobrevivir a eso), que muchos de quienes ahora estamos en una mediana edad, vivimos antes en una Edad Media, sin teléfonos móviles y sin computadoras donde hacer los trabajos de clase (de veras que yo no sé de qué pasta estamos hechas las personas de mediana edad), que la leche la comprábamos hasta hace poco en botellas de cristal retornables y que muchos de nuestros padres no tuvieron nunca automóvil (el mío, sin ir más lejos; sí, nunca tuvimos vehículo familiar, entre otras cosas porque Granada es una ciudad pequeña fácilmente caminable, y aun así fuimos personas normales y más o menos felices, como cualquier hijo de vecino). Aquí es cuando constatamos que la memoria histórica no sólo sirve para no repetir los errores cometidos sino para recordarnos todo lo bueno que también hicimos y recuperarlo.
En fin, que ya tenemos lema revolucionario y revolución a la vista, y lo es porque supone una transgresión flagrante a la imposición productivo-consumista del sistema, una sublevación popular en toda regla: ¡¡DECRECIMIENTO AL PODER!! Amén de la organización de las bases que más pronto que tarde hacen bola para lo que sea, ahora nada más nos falta el apoyo institucional. Tenemos que lograr que algún animal político de izquierdas (en esto soy implacable y no hago concesión alguna), convencido de que las ideas no sólo se proclaman para causar efecto positivo en los votantes sino que también hay que creérselas, sea el pionero o pionera en lanzarse a la cruzada (porque eso va a ser en un primer momento, puede que también en un segundo), a fin de que cause sensación y, sobre todo, conmoción en el medio político nacional primero, en el occidental después, en el mundial más tarde. ¿Ustedes se imaginan lo revolucionario, lo irreverente y lo poético (justicia poética, quiero decir) que puede ser que a un político o política, desde el megáfono que le otorga su condición, se le ocurra decir en voz alta: ¡¡¡DECRECIMIENTO AL PODER!!!, y no sólo lo diga sino que maquine un plan para hacerlo realidad y que esto acabe creando un efecto dominó en otros políticos que no quieran ser menos en eso de la REVOLUCIÓN del DECRECIMIENTO y al final acabemos entre todos y todas salvándonos la vida porque al planeta no le hace falta que lo salvemos? ¿Se lo imaginan? Pues ahora sólo toca actuar, hacerlo posible. ¡¡¡YA!!! (Esto va a llegar, cuando entienda la clase política el gran potencial que tiene la idea. ¿Quién será el primero o la primera en hacerlo? Se admiten apuestas…).

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