Semanario de urgencias


Apocalipsis COVID



Quizá la única lección 
que nos enseña la historia
es que los seres humanos 
no aprendemos nada
de las lecciones de la historia.
Aldous Huxley


Me he preguntado, durante estos quince días como quince clavos que llevo practicando la penitencia como pionera mayor de la cofradía mexicana del Santo Virus, si sería bueno escribir un Semanario de urgencias al hilo de los recientes acontecimientos que han resultado ser tan pandémicos como endémicos, puesto que cada rincón del planeta está teniendo su cuaresma particular de ayunos y abstinencias que para cada quien y para Dios se quedan. 

La duda no tendría tanto que ver con lo del “Semanario” que, al cabo, viene como anillo al dedo pues la semana es nuestra nueva medida de todas las cosas, ahora que existimos con la noción de los días voluntariamente perdida porque es más consolador decir “que ya pasó una semana, que ya pasó otra” que andar contando jornadas como si fueran las uvas de la nochevieja. Mi reticencia estaría más relacionada con las supuestas “urgencias” de las que debería hablarles comprometida por el título que, desde hace tiempo, encabeza esta sección del blog y cuyo contenido es dictado por la perentoriedad de la vida cuando no hay coronavirus de por medio. Pero resulta que ahora sí lo hay y eso ha provocado, al menos en el contexto personal y laboral, que la vorágine cotidiana se detenga casi por completo para una mayoría, mientras que una minoría trabaja a destajo y se deja la piel por salvar la nuestra.

De modo que tenemos, de un lado, la urgencia sanitaria y la de retomar esa “normalidad” que recurrentemente hemos invocado estos días y, de otro, un tiempo que transcurre lento y ocioso, en buena medida, para un numeroso grupo de seres humanos atrincherados contra el posible contagio y con la urgencia venida a menos, porque todo aquello que antes era “para ayer” ahora es para el mes que viene, si bien nos va, o para el próximo equinoccio si se tuercen los pronósticos. En la cotidianidad de los hogares hay de todo menos urgencia temporal porque ni siquiera depende de cada uno o una regular los plazos, aunque, ciertamente, haya “urgencias” de otro tipo, como las económicas que resultan acuciantes a medida que transcurren las semanas.

El tiempo se ha vuelto elástico y relativo (¡ay, si Einstein levantara la cabeza!), tanto que, en países como España, el devenir existencial gira en torno al multitudinario y emotivo aplauso vespertino de un minuto de duración, un minuto que, para la eufórica concurrencia, pareciera durar una hora y treinta y cinco minutos, como poco, y que se destina, merecidamente, a quienes atienden las verdaderas urgencias de los que aplauden desaforadamente, al tiempo que los aplaudidos también, con frecuencia, aplauden a los aplaudidores por estar aplaudiendo desde sus ventanas y balcones, lo que significa que están en casa y no dándoles trabajo en las consultas de urgencias, que ya lo dice el refrán: “más vale aplauso en mano que coronavirus en verano”.  Todo eso ocupa un solo minuto al día de cada uno de los días que completan la actual unidad de medida infinitesimal que es la semana.

Debo reconocer que ya me hubiera gustado a mí, recluida y sola como la “one” que estoy, haber tenido mi minuto de gloria diario deshaciéndome las manos en aplausos (y no en lavados con jabón) o, puesta a las malas, en cacerolazos que también han tenido su protagonismo estos días en España, unos con razón y otros sin ninguna, y a los que reconozco menos apego porque las cacerolas están siendo las víctimas secundarias de esta contingencia. De verdad que no nos merecemos a nuestras baterías de cocina que, sin comérselo ni bebérselo, se han convertido en la percha de todos los palos. 

Pues bien, aclaradas ya las incertidumbres y reticencias que me llevaban a plantearme las bondades y maldades de escribir este Semanario de urgencias, debo concluir que mi decisión de hacerlo ha obedecido, al fin, a la necesidad de reflexionar acerca de las “urgencias” en sí mismas como pésimas fórmulas de vida mayoritariamente aceptadas desde mucho antes de que pudiéramos imaginar siquiera esta distopía que se ha hecho viral, nunca mejor dicho, y a la de pensar también en las “urgencias” que vendrán, mucho me temo que buscando recuperar la “normalidad” que nos ha convertido en seres anormalmente enfermos sin necesidad de pandemias, esas urgencias del día después que se plantearán cuando acabe esta situación de dimensiones extraordinarias en la que nos hemos visto imprevisiblemente inmersos e inmersas con la dificultad que conlleva el saber cómo reaccionar frente a un gigante tan desconocido. Desde luego que no me gustaría estar en los zapatos de quienes estos días han tenido y siguen teniendo que tomar las decisiones al respecto.

Nuestras urgencias de la vida aquélla que a duras penas recordamos ahora, tan distante en el tiempo y anterior a que el coronavirus malo hiciera acto de presencia en ciertas geografías y a que se promulgara el decreto del encierro obligatorio (el melodrama es del todo cierto, se mastica en el ambiente), eran urgencias mal habidas, mal halladas y mal nacidas porque procedían de una inercia sistémica, ajena a nuestra voluntad, que nos obligaba a cumplir con unos órdenes establecidos por un grupúsculo minoritario de señores de la guerra (hay que entender económica) que se apropiaban de nuestro tiempo, arrebatándonos lo más valioso de nuestras vidas y sometiéndonos a una dinámica abusiva y descerebrada en términos existenciales. Aunque pueda sonar exagerado, en realidad eso era exactamente, aunque el tiempo coronavírico y el olvido hayan nublado nuestra memoria después de estas dos milenio-semanas que han transcurrido. Me detengo a pensar por qué en aquel entonces y durante tantos siglos permitimos que nos condujeran por los más espantosos vericuetos de una cotidianidad dantesca definida por las prisas, la inmediatez, la ansiedad, el cortoplacismo o, dicho de otro modo, la impostada urgencia de vida de la mayoría para lucro de una minoría.

Me sigo preguntando: ¿en qué nos beneficia a las personas comunes y silvestres tan acelerada y estresante forma de vida (o debería decir de no-vida) si  tenemos que renunciar a lo importante, eso que ahora hemos disfrutado a causa de una terrible pandemia, aun con lo que significa el confinamiento forzoso y la pérdida de libertad que conlleva: la compañía familiar sin limitación de TIEMPO, los hijos e hijas a los que, con frecuencia, no es posible dedicar tanto TIEMPO, el descubrimiento de que en la quinta planta de nuestro edificio vive una señora mayor encantadora a quien los hijos casi no visitan por falta de TIEMPO, ensayar destrezas culinarias que necesitan mimo y TIEMPO, concretar las lecturas que llevaban tanto TIEMPO pendientes, contactar a antiguas amigas a quien hace TIEMPO que no vemos, practicar el ocio y la pereza sin ritmos ni TIEMPOS impuestos…?

La urgencia de otros nos arrebata, en definitiva, nuestro tiempo amable de vida y el buen humor que propicia y así sucede que nuestras dinámicas de sumisión nos van convirtiendo en seres malhumorados que poco a poco van renunciando a la risa, porque, ¿cómo reírse de cuarenta horas de trabajo semanales (o más) con una retribución económica insuficiente que a duras penas alcanza para pagar gastos o, incluso, de un trabajo bien remunerado pero que no te deja un minuto libre para disfrutar del beneficio?

Me ha dado por pensar en estos días en la importancia de esa mueca preciosa a la que llamamos risa, sin pretensión alguna, por supuesto, de que esta idea nos sitúe en la antesala discursiva de la trampa burguesa que supone la denodada y obligatoria persecución de la felicidad a toda costa y a riesgo de estrepitoso fracaso si no se logra el objetivo. He llegado a la conclusión de que la felicidad es una de nuestras experiencias más intermitentes, riamos mucho o no, porque risa y felicidad no siempre van de la mano. La risa, como también el llanto, es una de nuestras más genuinas cualidades humanas y posee la gratificante propiedad de liberarnos momentáneamente del dolor, del miedo o la desesperanza ante una tragedia como la que la humanidad está viviendo en estos días, con miles de muertes inesperadas y de familias rotas por la imposibilidad de acompañar a sus seres queridos en ese duro trance de la despedida. Creo que estamos más preparados para experimentar nuestra propia muerte que la de aquéllos a quienes amamos. La risa, en tiempos difíciles, es un ungüento necesario para poder sobrellevar la tragedia, de igual manera es valiosa para afrontar la urgencia de ese apocalipsis que experimentamos a diario sin necesidad de coronavirus que eche más leña al fuego.

El Apocalipsis COVID (que seguro será el título de un próximo film que ya algún cineasta estará tramando) nos ha traído, ciertamente, algunos horrores: dificultades económicas graves para muchas personas, caos hospitalario, enfermedad y muerte; pero también un receso para pensar y pensarnos, quizá para constatar que esa mayoría en obligado encierro que somos en este momento es parte indispensable de la configuración frenética de un mundo hecho a medida de quienes sacan rédito de nuestro sinvivir, de nuestra renuncia a lo más humano, que es nuestra vida social y nuestro tiempo para llorar y para reír.

La urgencia, entonces, es recuperar la vida que hemos ido cediendo poco a poco, que nada tiene que ver, desde luego, con la “normalidad” que algunos han inventado a conveniencia propia, “normalidad” que nos ha despojado de nuestras más importantes pertenencias (tiempo, salud, convivencia…) y que nos estalla todos los días en las manos cual bomba de relojería. Yo hablo de una vida digna que propicie las relaciones sociales colaborativas y no la competencia salvaje que deja atrás al más débil y vulnerable; una vida digna que, desde una interacción solidaria, beneficie a quienes de verdad producen la riqueza, no a quienes se la apropian; una vida digna que nos haga reparar en la importancia de quienes desarrollan labores que, con frecuencia, despreciamos y que estos días se han puesto significativamente de relieve: limpiadoras y limpiadores de todos los servicios públicos, encargados y encargadas de retirar la basura, cajeras y cajeros de los grandes almacenes, vendedores o vendedoras de los pequeños comercios de barrio, cuidadoras y cuidadores de las residencias de mayores, transportistas, reponedores y reponedoras de productos básicos, auxiliares de farmacia, repartidores y repartidoras a domicilio, trabajadores y trabajadoras del campo y el mar, obreros y obreras de las fábricas, costureras y aparadoras… Ni que decir tiene que todos y todas las profesionales de la salud cuentan con especial mención. Seguro que me dejo atrás a mucha gente indispensable, no sólo en tiempos de pandemia sino en todo momento y lugar. Me disculpo encarecidamente por ello.

Resulta que ha tenido que pasar esta desgracia, una crisis que ha puesto en peligro nuestra supervivencia, para que reparemos en quienes desarrollan las labores más importantes para el sostén de la vida y del estado de bienestar con el que se nos llena la boca, siendo así que sólo lo disfrutan algunos y no son precisamente los imprescindibles, esa gente tan precisa que también es, mayoritariamente, la que percibe los salarios más bajos.

Quedémonos en casa, sí, pero no sólo para que el coronavirus malo no nos encuentre, hagámoslo también para ir pensando cómo cambiar esa enloquecida “normalidad” que nos está matando, para aprender acerca del valor de los cuidados, para pensar sobre lo mucho que dependemos unos de otras y lo que significa tener tiempo libre.


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