Semanario de urgencias
Hasta que no tengan conciencia de su fuerza,
no sé rebelarán y hasta después de haberse
rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema.
1984. George Orwell
El ojo que todo lo ve
Si hay algo que me está gustando de
este coronavírico y obligado encierro doméstico, aun cuando tenga tantos
inconvenientes, es la generosa magnitud de horas al día, libres de polvo y paja,
para dedicarme a hacer lo que más me gusta en la vida que es pensar, entre otras ocupaciones preferidas. Y al
pensar, con esta cabeza pensante de la que la madre naturaleza pensó que sería
bueno dotarme a fin de que pensara mucho y bien, caigo en la cuenta de lo
desprestigiada que está hoy día tan encomiable labor, por desgracia y por
conveniencia del sistema que nos prefiere poco pensantes y mucho obedientes. El
pensar se ha ido sustituyendo por todo tipo de banalidades encaminadas a
mantenernos ocupada la mente en menesteres triviales, alejados de una posible
toma de conciencia de nuestra difícil realidad cotidiana sobre la que cada vez
ejercemos menos control, porque para controlar ya están otros.
Antaño, cuando no había distracciones
tecnológicas que echarse a la neurona, la gente, nuestras abuelas mismas se
juntaban para practicar el ocio de pensar sin necesidad de que mediara mucha
conversación. Conservo en la memoria una anécdota familiar, que con frecuencia
referimos, en la que las protagonistas, mi abuela Teresa (a la que debo el
nombre, entre otras cosas) y una tía suya se pasaban la tarde entera sentadas
en el banco de una plaza, con la mirada perdida en el entorno y sosteniendo
como única plática una breve e intensa constatación de la existencia y así decía
la anciana tía: “la vida, Teresilla”, a lo que respondía la sobrina: “la vida,
tía Paca”. No era necesario añadir nada más, ¿para qué? “La vida” ya se
explicaba sola con el pensamiento.
Qué tiempos aquéllos cuando una
podía sentarse en una plaza a guardar silencio con la tranquilidad que le confería
el anonimato, sin que se le pasara por la cabeza (todavía dotada de utilidad
por esos entonces) que alguien la estuviera observando además de los pocos
transeúntes que iban de paso, casi siempre ajenos y absortos en sus
cavilaciones y desatentos al ambiente circundante, o los cuatro parroquianos
asiduos de los bancos cercanos, ésos sí, haciéndole el indiscreto repaso visual
a los nuevos inquilinos de los asientos (“sus asientos”) que se dejaran ver por esos derroteros.
Qué tiempos aquéllos,
ciertamente, cuando todavía no teníamos la vida vendida al mejor postor, dueño
de la vídeo-vigilancia, en las calles, las plazas, los jardines, los parques, las entidades bancarias, los restaurantes, los centros comerciales o en nuestros propios hogares, a través de los aparatos
electrónicos y digitales que hacen las veces de compañía humana y, desde los
cuales, la desaprensiva clientela accede a las vidas ajenas como si tal cosa,
como si no estuvieran invadiendo intimidades, apoderándose de la poca soledad o
de la vida familiar que nos quedaban, del único reducto propio del que todavía
nos sentíamos orgullosas y un poco dueñas.
Ahora, quienes pueden permitirse
semejante osadía y estipendio, vigilan los comportamientos ajenos y las
conversaciones privadas, introducen su insana curiosidad en las informaciones
supuestamente confidenciales que circulan por los medios, arrebatan identidades
y manipulan las cuentas en redes sociales, añadiendo o eliminando información a
placer. Bueno, ellos no, un ejército de esclavos y esclavas a su servicio que venden
las vidas de sus semejantes por un plato de lentejas, en la mayoría de los
casos, otras veces por algo más sustancioso (aunque déjenme decirles que dudo
mucho que haya algo más sustancioso que un buen plato de lentejas bien
guisadas).
Entonces es cuando una se dice a
sí misma cosas como: “pero qué vida tan interesante tengo, hay que ver, y yo
sin enterarme” o “ya soy actriz de cine y yo con estos pelos”. Y cuando sale a
la calle (ahora no, ¿eh?, ahora, por favor, quédate en casa, bonita, que no me
entere yo que sales) va regalando sonrisas a cámara y prodigando saludos de
mano a su mamá que la estará viendo, cual programa de televisión de amenidades.
Resulta que ésta es la “normalidad”
en la que estamos instalados e instaladas y que amenaza con introducir novedades
(me pregunto si es que lo que tenemos son antiguallas o qué o, a lo mejor, la
antigualla soy yo que todo lo que hay me parece fashion de la muerte). Nos
dicen, como si tuviéramos que alegrarnos de tal cosa, que van a traernos el 5G,
que van a potenciar el uso de la geolocalización o de los drones y lo primero
que hacemos, por lo menos yo, es consultar con internet (antes esto mismo lo hacía
con la almohada, “lástima grande que [ya] no sea verdad tanta belleza”)
para ver qué moto nos quieren vender ahora.
Pues sepan que, si ésta es la “normalidad”
más normal que nos pueden ofrecer a quienes sólo pedimos un poco de respeto a
la intimidad, yo me desapunto. Soy una cangreja ermitaña y, como tal, quiero
que dejen de hurgar en mis asuntos cangrejiles, que para algo elegimos las
crustáceas de a pinza estar lejos de la vida pública. Que una cosa es el intercambio
comunitario, en el que compartimos tiempo y confidencias con quien nos plazca,
y otra la vida publicitaria, como si fuéramos producto de escaparate, me
refiero a la actual desposesión de los más mínimos derechos de intimidad y
reserva. No somos delincuentes, ni cantantes de moda, ni agentes secretos
para que anden persiguiéndonos a lo James Bond, somos ciudadanos y ciudadanas
anónimas, corrientes y molientes, con vidas poco interesantes y bastante normales, de ese
tipo de normalidad de la que ustedes, los que miran por el ojo de
la cerradura, al parecer, no saben nada.
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