Antipereza
Nicanor Parra
No quiero acostumbrarme a la herida, ¿sabes?, a la hendidura fácil, recurrente, que infecta la piel y, más adentro, una calma difícil en tiempos de miseria, de pobreza carnal (la más inhóspita de todas las pobrezas), ahora que las caricias pasaron a engrosar la lista de los miedos y de las prohibiciones.
No quiero acostumbrarme, no –te digo–, al daño gratuito que nace de los pozos del hambre, oscuros, anaerobios, de aquellas crueldades que, siendo tan humanas, podríamos evitar humanamente, dotados, como estamos, de razón, de ingente voluntad, de cierta compasión para las ocasiones en las que procurar la ternura, ante la rota condición que nos asiste, se vuelve compromiso, pacto tácito que honra nuestra naturaleza más noble frente a la incoherencia que también nos define y, a ratos, nos arrastra a la traición de lo que, entre tanta indecente ruina, merecería estar a salvo del beso de las llamas.
No quiero acostumbrarme al doloroso ruido de la ofensa, de la palabra ingrata, de la mentira fácil, resentida, que viene para arrollar el curso amable de las cosas, sembrando sal en los caminos, deshabitando la poca paz que apenas permanece.
No quiero acostumbrarme a ese odio latente, próximamente explícito, que nos crece en las sienes como un tumor amargo y asesino que envenena la víscera caliente en el más puro estado febril de solivianto, abortando el ansiado albedrío, la libertaria voz, la posibilidad en ciernes deseable.
Si algún día descubres que caigo en la costumbre, mueve con fuerza el tronco de mi cuerpo, sacúdeme las ramas. No quiero acostumbrarme a la herida, al daño innecesario, al odio ni al cauce enajenado de una hibernación sin estaciones, en letargo creciente.
(Podríamos detener el impasible infierno de la ciega pereza, del consentido abandono al desarraigo doliente y abrasivo... pero, ¿queremos? Requiere mucho amor valiente ese milagro...)

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