Al hilo de la vida

Ese errado derrotero llamado «independencia» (confesiones antinacionalistas)


Con mis respetos para quienes creen que el independentismo es el camino por el que transitar, me gustaría compartir algunas reflexiones que nacen de mi observación del momento presente y, a la luz del pasado más reciente, le apuestan justo a lo contrario.

Para empezar, desde mi punto de vista, cualquier tipo de nacionalismo es una defensa exacerbada de lo propio en detrimento de lo ajeno y una exaltación peligrosa de la segregación, porque se fundamenta en criterios de exclusión  injustificados y arbitrarios. El nacionalismo no ha existido siempre (como habría dicho mi maestro, Juan Carlos Rodríguez), es producto de la consolidación de la burguesía en la definitiva potestad política (la económica ya la ostentaba) durante el s. XIX que, entre otras formas de configuración identitaria, opta por la demarcación ideológica de las fronteras nacionales como ejercicio de poder, no sólo en clara competencia externa con otros nacionalismos, sino principalmente para ejercer el pleno dominio interior sobre quienes habitan el territorio delimitado que, supuestamente, deben creerse parte de una misma cosa "nacional" por razones fundamentalmente políticas, aunque éstas se argumenten con principios de carácter histórico-social, lingüístico y cultural (casi una suerte de enlace matrimonial entre ciudadanía y Estado, principal gestor de la demarcación territorial, y "lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre", es decir, imposible renegar de la identidad nacional por la que, "necesariamente", hay que sentir orgullo).

El modelo burgués, ansioso entonces por afianzar su hegemonía, recurrirá a todo tipo de artimañas para promover aquellos elementos que redunden en "sentimiento" de unidad y "espíritu" identitario y generen vinculación con el territorio y el Estado. Entre otras acciones de diversa índole, el discurso intelectual, en general, y el artístico, en particular, se verán atravesados por la historia, pues se vuelve perentorio sentar las bases del acontecer en el tiempo que "define" a un conjunto de ciudadanos que conviven al interior de una nación. Se intenta, pues, una tabla rasa cultural que elimine las diferencias, siempre difíciles de controlar, frente a las pretendidas coincidencias que no dejan de ser una impostura fácilmente desarticulable en términos tanto racionales como pragmáticos puesto que, no sólo en una misma nación conviven diversas formas culturales, sino que, por ejemplo, de unos a otros individuos de diferentes generaciones pero nacidos en un mismo lugar pueden darse divergencias significativas. 

La vida nos demuestra que en una misma geografía nacional confluyen modos distintos, a veces mucho, de pensar el mundo, determinados por el acontecer histórico de cada región, dando lugar a usos y costumbres simultáneos determinados también por los flujos humanos. Lo que supuestamente nos define como "nación" busca entonces establecer injustificables fronteras de dominación sobre los seres humanos que habitan un territorio y frente a otros que no lo habitan o que son considerados foráneos y, a menudo, una amenaza a la "unidad" nacional. 

Me cuesta entender, a día de hoy, que sigamos defendiendo la "pureza" cultural decimonónica en un mundo marcado por las migraciones y la multiculturalidad en convivencia, cuando lo que nos define en el presente es el mestizaje y no sólo cultural sino también racial. Igualmente no deja de sorprenderme la extraordinaria facilidad con la que incorporamos, sin ningún tipo de recelo o cuestionamiento, formas lingüísticas y culturales que nos resultan completamente ajenas (¡qué vinculación tiene la cultura española con halloween, por ejemplo!) pero que provienen de ciertas naciones empoderadas, al tiempo que defendemos a capa y espada eso que supuesta e idealmente somos en términos identitarios y que mayoritariamente no se sostiene puesto que, en la práctica, muchos de los elementos que consideramos culturalmente propios tienen su origen en otras culturas y otras geografías. 

En alguna ocasión comenté algo en redes al respecto, quiero recordar que con ejemplificación gastronómica. Creo que referí un ejercicio que practico con mis estudiantes universitarios/as consistente en que piensen en algún platillo autóctono de la cocina michoacana, pregunta a la que, con frecuencia, responden con un ejemplo como las carnitas, cuyo ingrediente único es carne de puerco, animal que no existía en el México prehispánico. Yo suelo ofrecerles en contrapartida el caso del famoso gazpacho andaluz, cuya base es el tomate, es decir, el jitomate de origen mexicano desconocido en España antes del siglo XVI. 

Me gustaría, tras lo anteriormente expuesto, referirme ahora al caso de Cataluña que nos ocupa en este momento electoral y que ilustra muy bien esto que digo. Si pensamos la cultura catalana en términos lingüísticos, tomaremos en cuenta que en sus orígenes su literatura fue escrita en lengua catalano-provenzal. Esta variante dialectal, surgida durante el Medievo y procedente del latín, pertenecía a la familia lingüística del occitano que se extendió por el sur de Francia y que todavía pervive hoy en una multiplicidad de variantes idiomáticas. Tal consideración supone el reconocimiento de que el origen de la lengua catalana se ubica en un territorio geográfico distinto del que hoy ocupa Cataluña. 

En catalán actual, al sustrato occitano habría que sumar elementos incorporados, por contacto, del español (mejor que castellano que es un término reduccionista y un tanto equívoco, un día hablaré de esto) como también ha sucedido al revés. No es casual que en Andalucía se use de forma coloquial el artículo antes del nombre propio (la Mari, el Paco). Éste y otros rasgos lingüísticos catalanes presentes en las hablas andaluzas son el resultado lógico de las sucesivas repoblaciones que en estas tierras del sur acontecieron tras la reconquista. 

Pondré, a este respecto, un ejemplo que me toca muy de cerca. Mi apellido, Puche, proviene del Puig catalán, sobre el que acontecieron ciertas evoluciones relacionadas con la tendendecia a la simplificación que es propia de las hablas andaluzas. Primero pasó a decirse Puch (todavía existente), emulando la pronunciación catalana, luego se añadió una "e" pues, como sabemos, en Andalucía no se pronuncian las consonantes finales sino que se sustituyen por apertura de la vocal o aspiración. Ante la dificultad para pronunciar Puch, la solución fue añadir una "e", Puche era más fácil de decir y Pu resultaba extraño por ser excesivamente breve (habría parecido apellido chino).

En términos culturales, también Andalucía ha dejado una impronta importante en Cataluña tras las sucesivas migraciones internas acontecidas durante siglos y, principalmente, durante la dictadura franquista. En mi propio contexto familiar, mi tía y mi tío fueron de ésos que migraron de Granada a Barcelona a trabajar en las fábricas y echaron raíces en tierras catalanas. Todo movimiento humano acaba incorporando elementos lingüísticos y culturales a la cultura receptora, en el caso que nos ocupa, la rumba catalana es un claro ejemplo de dicha transculturación. A toda esta diversidad de confluencias culturales hay que añadir la migración de oriund@s de otras geografías españolas o internacionales (el Magreb, Oriente, Latinoamérica...) que ha ido a diversificar mucho más el panorama intercultural. Cataluña, de hecho, siempre se ha caraterizado por su cosmopolitismo.

Tales constataciones a mí, particularmente, me llevan a pensar en qué se fundamenta el deseo segregacionista que promulga el independentismo, cuando la tendencia es construir y convocar sociedades cada vez más plurales culturalmente hablando (me gustaría pensar que conscientes de la riqueza que supone la diversidad, aunque sé que no sucede así en muchos casos). Sin necesidad de perder lo que nos define cultural y lingüísticamente, vamos incorporando recíproca e incontrolablemente elementos de aquellas otras culturas con las que convivimos, por muchas puertas al campo que pretendamos poner. A mí me parece hermoso este proceso, que lejos de ir en detrimento de lo que somos, nutre nuestra identidad con nuevos rasgos adquiridos cuya procedencia, transcurrido algún tiempo, ya no sabremos identificar, considerándolos propios (como sucede con los ejemplos gastronómicos anteriormente citados).

No quiero concluir esta reflexión sin hacer hincapié en que estamos ante grandes desafíos naturales que vienen determinados por nuestros excesos en términos medioambientales, la pandemia es un claro ejemplo de ello pero no es ni será el único, desgraciadamente. Nos espera un porvenir difícil en el que nuestra vida puede cambiar de un día para otro, como nos ha sucedido a últimas fechas. En tal situación me parece completamente desacertada la división, en cualquiera de sus formas: territorial, cultural, social... humana, en definitiva. Se van a necesitar todas las manos, las cabezas, los esfuerzos y los recursos para trabajar colectivamente si apostamos por dejar un planeta habitable a la juventud del presente y el futuro. Éste debería ser nuestro compromiso firme e ineludible.

Me pregunto, entonces, a dónde conduce el afán independentista bajo qué criterios se plantea y a qué intereses sirve que desde luego no responden a la realidad presente ni al porvenir que se avizora. A mi juicio, toca aunar esfuerzos, fomentar la colaboración, desde la certidumbre de nuestra interdependencia, cada día más obvia, a medida que la existencia se complica con las nuevas condiciones climáticas y sus consecuencias. Creo que es irrazonable pensar que podremos hacer frente mejor a la adversidad desde la segregación que desde la unidad.

No soy nacionalista en ningún sentido, en el fondo de mi corazón se halla el deseo de la abolición de ese maldito invento que son las fronteras, pues creo en el derecho a la libre circulación de los seres humanos por este planeta Tierra que nos cobija, que es nuestra casa, la de todos y todas por igual, y por tales razones no creo que el independentismo, en nuestras condiciones sociopolíticas actuales, conduzca a buen puerto.

El independentismo no se sostiene, políticamente hablando, mientras no se trate de situaciones verdaderamente extremas: colonialismo brutal, violencia reiterada, abuso de poder  imperialista, vil explotación de seres humanos... y no creo que éstas sean las circunstancias en Cataluña. 

Me gusta la cultura catalana; también la lengua y sus dialectos que tienen una larga tradición literaria cuyo origen hay que buscarlo en la bella cançó de amor de su primera lírica y en su Tirant lo Blanc, escrita en una de sus variantes dialectales, y de la que Cervantes, ni más ni menos, dijo que era el mejor libro del mundo. Tal vez exageraba, pero es sin duda una gran obra que asumo yo, andaluza, granadina y también mexicana de adopción, como parte de un legado cultural que me representa.



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