Embusterías
Venecia es una trampa
José Emilio Pacheco
La mentira resbala pegajosa entre las marionetas indecentes que declaman las falsas libertades. Los muertos se cuentan por docenas, –qué digo– por millares, mientras las sabandijas alimentan el aullido nocturno, la libertina turba que reniega de la más básica condición humana: el protector impulso de sostener la vida contra la hiel amarga de la ominosa muerte.
La mentira se filtra entre los decibelios del infierno en la tierra que reza en los altares y hace sangrar las grupas inocentes, en rituales trágicos, demoníacos, acordes con el ser que los contempla, cuyas sienes se alimentan de vómito y miserables vítores. Todo sueño dantesco tiene alcance en la perturbadora crueldad que desestima cualquier posible hálito de vida.
La mentira se aposta en las esquinas fáciles de los miedos largos corrompiendo principios y consignas. Algo se ha ido pudriendo en el seno fiel de la palabra, un fermento mugriento que no deja brotar a la semilla con su canto de sepulturero. El enemigo afila sus navajas intramuros como cáncer que haya crecido lento, bajo un deseo colérico conspira desde la sombra de la rosa espinada hasta el veneno ácido de la mano diestra. La camarilla siniestra confabula con la sonrisa espesa del que aguarda por zancadillear la expectativa.
La mentira ha tomado el teatro por asalto, llena las páginas y los noticieros. La posverdad cabalga el entreacto como jinete del apocalipsis. Todo apunta a que el drama está servido en el plato más frío del banquete.

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