Semanario de urgencias
Aeropuerto 22 (primeras consideraciones anticlímax)
Vivir
al ritmo de un beso
Cuanto más lento mejor.
Gustavo Duch
Soy miope desde mis años mozos, aunque no
recuerdo bien cuándo me pusieron las gafas de ver horizontes que nunca me gustó
llevar en exteriores, hasta el día de hoy, porque así soy yo de presumidilla (las lentes de contacto suplen a las "piedras de leer"). Debió
ser en algún momento de mi pubertad habida cuenta que me perdía con frecuencia
la resolución en pizarra de las ecuaciones y polinomios entre otras cuadraturas
del círculo algebraicas. Ahora, a mis 53 años como 53 soles, también estoy
aquejada de presbicia. Se me cansó la vista “de tanto usarla” (hay otros y
otras a quienes se les “rompió el amor” por la misma razón, según decía la copla,
y eso es bastante peor, mis condolencias). Hace un tiempo también me
descubrieron un pequeño atisbo de astigmatismo, por si fuera poco y para que no
les falte de nada a estos ojitos míos que por ver poco se esfuerzan mucho en
fijar la mirada, siendo así que no es lo mismo ver que mirar.
La vista es una de nuestras capacidades sensoriales, venimos con ella de fábrica con mejor o peor alcance y mayor o menor precisión de enfoque. En cambio la mirada tenemos que procurarla ex profeso, es parte de nuestro aprendizaje vital derivado de la observación lenta y pormenorizada del mundo que nos rodea y de los seres que lo habitan. Mirar exige, por tanto, detenerse en medio del torbellino existencial y, sin premura, poner atención a los detalles más pequeños que, con frecuencia, son de extraordinaria importancia pero que, sin la debida pausa, resultan inadvertidos.
Es una verdadera lástima que, a día de hoy, el ritmo acelerado al que nos
obliga este sistema demencial de producción, distribución y consumo nos esté
privando cada vez con más violencia de la posibilidad de estar cohabitando el
planeta de un modo que nos invite a permanecer, a disfrutar de lo cercano, a
producir lo propio imprescindible en lugar de adquirir lo que se produce a
miles de kilómetros de distancia, a no considerar urgente lo que puede esperar,
a incentivar otra manera de movilidad, ya sea por obligación o por placer, a
reeducar nuestras necesidades atendiendo a las circunstancias climáticas
actuales, modificando nuestros hábitos de conducta personal y social hacia unos
modelos menos agresivos con el medio rural y urbano.
No obstante, lo que ha venido sucediendo desde los años 70 en adelante, pese a las recomendaciones de los científicos y lo que gobiernos y ciudadanía ya sabemos sobre la incidencia del CO2 en el aumento de las temperaturas, es el uso desproporcionado de los medios de transporte menos recomendables a favor del desarrollo de una industria turística (como la llaman ahora) que no nos podemos permitir porque es claramente contaminante y, si no estoy errada, debería anteponerse la continuidad de la vida natural y, por tanto, también humana, a los ingresos descomunales de los implicados en dicho mercado.
Me viene
a la cabeza el relato de Gila (al que ya cité en alguna ocasión), que ilustra
muy bien el boom del turismo de la prisa que se puso de moda el pasado
siglo a precios muy accesibles pero que, lejos de proporcionar descanso, nos
conducía por los amargos derroteros del
infarto latente al reproducir multiplicada por dos o tres la dinámica cotidiana
del desempeño laboral bajo presión. Decía así el humorista: «El verano pasado hice un tour por Europa, recorrimos en once días
diecinueve países, deprisa, a toda pastilla. ¡Vamos, vamos, vamos! “¡Que me
hago pipí!” “¡En Holanda, señora!”(…) El único país que no me gustó fue Grecia
(…). Claro que no lo vimos bien, porque llegamos con el avión y dijimos: “¿qué
país es éste?” “Grecia.” “De nada.” Y al avión otra vez.»[i]
Con frecuencia me he preguntado si, entre otras, una razón de ser importante de este modo de “expansión” vacacional uniformemente acelerado pudiera ser consecuencia de una estudiada forma sistémica de procurar que el trabajador o trabajadora no perdieran el ritmo de velocidad operativa que sería nuevamente requerido a su regreso para el buen rendimiento en el puesto de trabajo y en el engranaje del conjunto de la plantilla, ya que no se podía impedir que disfrutaran de unos merecidísimos días de descanso. Otras cosas habría más lejos. Si pensamos que es precisamente a partir de la citada década cuando cierta ciudadanía asalariada pudo permitirse por primera vez en la historia disfrutar de unas pequeñas vacaciones que hasta ese momento sólo estaban al alcance de una élite enriquecida a costa de la explotación ajena y de la mano de obra barata, todo parece encajar al situar el objetivo en el sostén de la capacidad de control sobre su rendimiento laboral. El sistema no da paso sin huarache, no lo olvidemos.
Cierto es que la democratización del tiempo libre debe
considerarse un logro del sindicalismo y de la clase trabajadora, pero sin
olvidar que ésta repercute en buena medida a favor de los de siempre, puestos ahora a la tarea de invertir también en turismo para que el dinero regresara
de nuevo a sus arcas. ¡Muy listos los señores del beneficio sin oficio!
Así es que el transporte aéreo se
convirtió en el no-va-más de la experiencia viajera hasta el momento presente, por permitir el traslado a espacios que antes se consideraban lejanos, remotos
o impracticables. Ya Marx lo dejó dicho por escrito: “la aviación es el opio
del pueblo” (o algo así, para mí que quiso decir ocio, pero no seré yo quien contradiga a quien contradijo a Hegel, todos mis respetos). Sabemos a ciencia cierta que la actividad aeronáutica es una de las
principales causas de contaminación por CO2, como también lo son los gases desprendidos
por los vehículos motorizados en los que cada día se mueven millones de
personas en desplazamientos que podrían realizarse por otros medios de haberse
construido redes ferroviarias y ciclovías que permitieran una movilidad más
limpia.
Podemos convenir, entonces, que los
aeropuertos son actualmente la más inútil inversión si pensamos en que hemos
llegado, además, al ocaso de los combustibles fósiles y, por tanto, que lo que
nos sobra es flota de aviones y lo que nos falta es tren de cercanías uniendo
el mayor número posible de destinos, procurando siempre que la construcción del
trazado se haga con el máximo respeto al espacio natural que atraviesa. Eso
sería pensar con sensatez, eso y reeducarnos en un modo de ocio acorde con la
emergencia climática que atravesamos, incentivando con campañas efectivas a que la
población viajera opte por desplazamientos más cortos evitando así el uso
masivo del avión. Para qué viajar a Divertilandia, la que está allí en el
quinto pino, cuando no conoces la serranía de tu pueblo. El planteamiento es,
por supuesto, extrapolable al crucero por el Mediterráneo que, además de
ensuciarnos el aire, nos ensucia el agua. Suerte tenemos de que no hablen los pobrecitos
peces porque de hacerlo sería para afearnos la conducta (como solía decir mi
padre), así como los tenemos de atacados de los nervios con nuestras basuritas.
Dicho lo anteriormente dicho (con
su redundancia y todo), no me queda más que arengar de nuevo a la clase
política para que de una vez se tome en serio que estamos en un planeta que
camina hacia el colapso si no se pone (nos ponemos la especie humana al
completo) por tarea hacer un aterrizaje de emergencia como tantas veces la
cinematografía nos mostró en aquella saga interminable de los “Aeropuertos” en
los que se masticaba la tragedia.
Háganse cuenta de que ahora estamos ante la más grande de las fatalidades, porque así es, y no empiecen a inventarme salidas por la tangente que me los veo venir… que si aviones y coches eléctricos o no se qué demonios como si los componentes que éstos necesitan estuvieran ahí detrás de la puerta y en cantidades ingentes en nuestro bello planeta al que ustedes, al parecer, le tienen tan poca estima.
¿Qué esperan de su paso por
este mundo si sólo ven cuando deberían mirar, condicionados y condicionadas por
la inercia de la estructura económica y del poder de quienes la rigen? Si se
tomaran un tiempo para observar cómo fluye la existencia en medio de la arboleda
que divisan desde los ventanales de sus despachos y oficinas, tal vez encontrarían
las razones que aún no descubren para impedir la muerte de la vida.
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