Semanario de urgencias

 

Tiburón y el animal más fiero (segundas consideraciones anticlímax)

 

Las mandíbulas se cerraron de golpe alrededor de su torso, aplastando huesos, carne y órganos y convirtiéndolos en gelatina. El pez, con el cuerpo de la mujer en su boca, cayó de nuevo al agua con un atronador chapoteo, salpicando espuma, sangre y fosforescencia en una lluvia multicolor. Bajo la superficie, el pez agitó su cabeza de un lado a otro, mientras sus colmillos triangulares serraban los pocos cartílagos que aún resistían. El cadáver se hizo pedazos. El pez tragó y luego giró para continuar alimentándose. Su cerebro aún seguía recibiendo las señales de presa cercana. El agua estaba moteada con sangre y jirones de carne y el pez no podía distinguir por las señales lo que las producía. Atravesó una y otra vez la nube de sangre que se iba disipando, abriendo y cerrando la boca encontrando de vez en cuando algún bocado. Pero, por aquel entonces, la mayor parte de los trozos del cuerpo se habían dispersado.

Peter Benchley

 

En un país multicolor/ nació una abeja bajo el sol/ y fue famosa en el lugar/ por su alegría y su bondad.

(Fragmento de la canción original en español de La abeja Maya. Grupo Infantil Guardería Pon)

 

Somos depredadores. Esta constatación no sería necesariamente mala si no fuera porque nos hemos puesto por tarea no dejar títere con cabeza en el planeta tercero del sistema solar en el que actualmente residimos. Hay quienes alegan que es parte de nuestro instinto animal, al que siempre recurrimos cuando nos conviene justificar nuestra dificultad para autolimitar ciertos excesos. Resulta que la animalidad de quita y pon sale a relucir en cuanto la cualidad de la que alardeamos como especie queda en entredicho. Sí, me refiero a la capacidad de pensar o inteligencia racional, entre otros modos posibles empleados para nombrarla.

Cabría aclarar, en este punto, que los instintos (los altos y los bajos) son, a estas alturas, esos familiares lejanos, de los que no recordamos más que el parentesco, transformados, como estamos, en seres culturalmente determinados. Ni siquiera el de conservación de la vida que, con mucho, sería el más fuerte, parece gozar de buena salud a estas alturas del partido si observamos el ritmo de desaparición de la biodiversidad, que nos permite generosamente seguir con vida, y del que somos responsables.

Resulta, pues, que además somos la única especie que reniega de la cruz de su parroquia (antes de que cante el gallo y no tres veces sino trescientas veces tres), de esa Naturaleza de la que somos “juez y parte”, si bien mucho más lo primero que lo segundo tras haber renunciado a nuestra ascendencia evolutiva, aunque a la hora de la verdad a todos y todas nos encante ser, estar y parecer monísimos (ya se sabe que “los copulativos” están sobrevalorados y ahí lo dejo).

Lo de creernos los reyes del mambo, no obstante, es algo que, por supuesto, tiene que ver con ciertas escalas de medición de proezas que hemos creado nosotros solitos, con nuestras magníficas cabezas y en horas de alto rendimiento cerebral, para establecer que la única cualidad útil que ostentamos es la más importante de la vida y nos otorga la categoría de “divinos de la muerte” claramente por encima del resto de seres vivos que, pobrecillos, a duras penas se defienden con la supervivencia, ¡animalitos! 

De hecho, sucede que “La noción de superioridad del ser humano se basa en una comparación con otros animales que se realiza únicamente en los campos que constituyen su punto fuerte, sin salir de su propio terreno a la hora de realizar su evaluación. ¿Cuál sería la nota que obtendría el hombre si se definiera como criterio de superioridad no la racionalidad sino la excelencia en orientación nocturna, en detección por sonar, en velocidad de nado o en navegación magnética? La humanidad obtendría una nota paupérrima, engrosando las filas de los seres inferiores. Es evidente que para ser capaces de comparar, el primer requisito consiste en ser capaz de observar. En ese sentido, parece que el ser humano tuviese un problema para conceptualizar y valorar lo que observa, salvo que lo describa en referencia a sí mismo. Existe una tendencia a ignorar todo aquello que no se posee, y en ese gran borrón desaparecen grandes capacidades y habilidades de otros seres.” [i]

Parece, entonces, que somos seres superiores de flequillo para arriba, si acaso, porque, en cuanto descendemos los dos dedos escasos de frente, nos faltan alas para volar o branquias para permanecer bajo el agua. No somos ni los más veloces, ni los más longevos ni los que tienen mejor olfato u oído, no podemos presumir de tener garras ni pelo que nos protejan, ni podemos permanecer en hibernación sin comer ni beber agua ni mudar completamente la piel para regenerarla. Tampoco somos los más fuertes y nuestra capacidad visual deja mucho que desear. Eso sí, somos los más soberbios (¿es que eso no cuenta?), tanto que nos creemos dueños del resto de los seres vivos con los que compartimos los bienes naturales sin percatarnos de que, sin su existencia, la nuestra sería impracticable y, en cambio, la suya sería considerablemente más estable y duradera sin nuestra hostil convivencia. Dicho de otro modo, somos un soberano estorbo para la supervivencia pero vamos de listos por la vida.

A lo peor es que de inteligencia andamos más bien escasos, como de todo lo demás, cuando menospreciamos el valor que para la continuidad de la existencia representa la biodiversidad. Resulta que por alguna suerte de animadversión entramos constantemente en conflicto con el otro diverso, no sólo con el animal no humano, también el de nuestra misma especie cuando lo consideramos poseedor de algún rasgo peculiar que lo hace diferir de lo que se considera “normalizado” y, por tanto, “tolerable”. La torpeza consiste en creer que hay un predominio de lo estandarizado colectivo frente a lo singular distintivo, cuando es exactamente al revés. En la naturaleza, de la que formamos parte los animales humanos, lo “normal” es la diversidad y gracias a ella es que funcionan los ciclos, amén del hecho de que no hay ningún individuo exactamente igual a otro aun cuando existan ciertas semejanzas características de un grupo. No obstante, todos y cada uno de los individuos, diferentes entre sí, existen de manera simultánea para que el ecosistema funcione porque cada uno tiene un rol significativo que cumplir como especie. Tan relevante es la jirafa como la hormiga en tanto que no es el tamaño lo que importa (aquí un repaso extra para los que van de “sobradísimos”) sino su aporte al equilibrio para el sostén de la vida atravesada por la interdependencia.

Así pues, cada ser vivo es relevante en semejante proporción porque todos se necesitan entre sí para seguir existiendo. Pues bien, dicha configuración simbiótica que a rajatabla cumple, en general, todo lo vivo es una obviedad en términos biológicos que, curiosamente, a los únicos seres dotados de razón se nos escapa entre las corrientes internas de nuestro gran vacío neuronal. No hemos logrado comprender, después de tantos siglos de “evolución” (por llamarla de algún modo) que precisamente nosotros, animales torpes e inútiles somos los más prescindibles del entramado vital, se ve que en el reparto de beneficios, además, se olvidaron de dotarnos de humildad. En cambio, si desaparecieran los polinizadores (muchos de ellos enormemente mermados o en claro peligro de extinción) ya podríamos ir diciéndonos adiós con las dos manos durante la retransmisión del par de telediarios que nos quedarían por delante.

Cabe preguntarse, entonces, de dónde nos viene ese empeño tan funesto de despreciar a los animales no humanos, nuestros hermanos superiores (decir semejantes sería faltar a la verdad), si como tuvo a bien puntualizar alguna Autoridad en la materia hace ya tiempo, sabemos que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja (una habilidad sólo reservada a los mejores, ya la hubiera querido el gran Houdini) que todo nuestro humano afán desmedido de riqueza entre en el reino de los cielos que debe de tener un portón tamaño familiar. La respuesta no es sencilla, se admiten propuestas.

Empezaré yo para romper el hielo (sí, el agua esa dura y fría que antes cubría los Polos terrestres, ¿se acuerdan?). Para mí que va el tema por aquello de los pecados capitales, entiéndase la envidia de lo que no podemos ser (hay que reconocer que los animales no humanos son bastante más guapos) y, acaso, la codicia de poseer los recursos naturales, bienes compartidos que deberían ser equitativamente accesibles.

La envidia explicaría el hecho de que, ausentes como estamos de cualidades tan magníficas como las que los animales no humanos poseen, sintamos la necesidad de mitigar nuestra carencia recreándolos a nuestra imagen y semejanza (qué decir de los pendencieros dioses que todos llevamos dentro). Recordemos a este respecto a aquella linda abejita llamada Maya que hizo las alegrías de los pequeños humanos de varias generaciones y, entre otras gracias, tuvo la de ser “famosa en el lugar/ por su alegría y su bondad”, como reza en el segundo epígrafe que antecede a estas líneas. El cinismo llega a tal punto que, con frecuencia, la identificación va más allá de nuestra propia realidad (al menos de la mía). Seguro que ustedes, si son asiduos a las revistas del corazón, sabrán mucho más que yo de esto, ahí es donde se evidencia que para formar parte de ese elenco de famosillos y famosillas lo imprescindible es estar contentis y buenérrimos, pa’ qué más.

 De la misma manera, lo que en el resto de los animales es comportamiento natural instintivo, encaminado a la supervivencia de la especie, acaba siendo asemejado a nuestro modo de ser destructivo y, por tanto, identificado con una violencia que es privativa de los animales humanos en tanto que consciente y deliberada. Traigamos a la memoria la narrativa verbal y no verbal con la que se mostró al mundo aquel aterrador coloso del mar, un tiburón de ocho metros de “eslora” (cuando la realidad es que mida entre cuatro y seis) en ese otro film de la saga catastrófica de los 70, dirigido por Spielberg, que llevaba el mismo título de la novela de Benchley en la que estaba basado (serán tonterías mías pero aquí estamos ante un nuevo intento de disuadir a la población de tomar unas relajadas vacaciones junto al mar, tal y como sugerí en otro momento).

La crueldad con la que se presentó en la literatura (como reza en el primer epígrafe que antecede a este texto) y en la mencionada obra cinematográfica al “monstruoso” pez no dejó a nadie indiferente, aunque ciertamente es el espejo en el que se refleja la nuestra propia, el daño que somos capaces de infligir consentidamente y que está acabando con todo lo vivo como si no hubiera un mañana para las generaciones que esperan tener la oportunidad que merecen, no sólo contra la fauna planetaria, también contra la flora, sin cuya existencia la nuestra es una quimera.

Si la depredación en el mundo natural cumple unos ciclos imprescindibles sin llegar a ser desmedida sino equilibrada y reguladora de la continuidad de la vida, nuestra depredación, más allá de la encaminada a la supervivencia, esquilma hasta la saciedad lo que a todos los seres vivos pertenece y desestabiliza  los ecosistemas fundamentales para nuestra continuidad y la del resto de especies, mismas que mayoritariamente se encuentran hoy por hoy en severo retroceso, a punto de desaparecer o ya extintas. De repente vino a mi memoria aquel anuncio de televisión que publicitaba uno de esos juegos de mesa familiares y que decía algo así como “aceptamos barco como animal acuático”. Nostradamus no lo habría anticipado mejor porque los mares y océanos están perdiendo diversidad como si de una maldición se tratara y porque, en efecto, es la maldita ambición de acaparar riqueza material la que se ha conjurado contra su pervivencia.

Alguien podrá decir que también hay especies invasivas que representan un peligro para las autóctonas de uno u otro lugar del mundo, sin embargo, detrás de su introducción en un ecosistema distinto al que pertenecen siempre está la intervención humana. Hasta ahora sabíamos, por aquel chiste malo, malísimo, que contábamos las niñas educadas en colegios de monjas (a falta de poder decir groserías) que el animal más fiero es “lo pintan” pues “no es tan fiero el león como…”, ahora ya hemos aprendido, vapuleadas por la realidad extraescolar, que el animal más fiero es el ser humano y si no que se lo digan a los leones cuya población ha disminuido en África más de un 90% en los últimos 120 años (según información proporcionada por Douglas Main a través de National Geographic).

Los animales humanos quiero ahora romper una lanza a nuestro favor, aquí donde nos vemos, pese a nuestra terquedad y afán de dominación (perdón, dije que ya nos iba a tratar con cariño) somos capaces de grandes cosas, guiados por esa extraordinaria capacidad de razonar y, en consecuencia, de crear y también de decidir.  ¿Se imaginan cómo cambiaría nuestro mundo si la empleáramos movidos por el respeto, la voluntad de cooperación y la compasión hacia el resto de los seres con los que convivimos? Pues si se ponen a la tarea, antes de que se les cocine la imaginación con estos calores, me invitan. A mí también me gusta elucubrar cosas difíciles pero no imposibles.  

(Nota aclaratoria: No profeso culto a religión alguna, pero soy fiel creyente en el orden natural que nos mantiene viv@s y en la voluntad humana que mueve montañas) 

[i] Frandsen, Gabriela (2013), “El hombre y el resto de los animales”, TINKUY, n° 20, pp. 56-78.   

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